<br>Viviendo y respirando a</br> Gabriel García Márquez

Viviendo y respirando aGabriel García Márquez
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La abuela pide auxilio cuando las furiosas prostitutas echan a Eréndira al desierto.

Hace 30 años conocí a Gabriel García Márquez.

En 1984 ya había leído muchas de sus novelas que hasta ese entonces, dos años después de recibir el Nobel, el literato colombiano había escrito.

El grupo de teatro Comunidad de Lima me había encomendado adaptar el cuento "La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada" el año anterior.

Me pareció una novela sencilla y exquisita, llena de adjetivos contradictorios que hacían que mi imaginación volara más lejos de lo que nunca antes había alcanzado.

Para conocer a Eréndira, a la abuela, las ciénagas del pasado, los Amadises y al viento de la desgracia, tenía que conocer a García Márquez. Pasé meses en bibliotecas auscultando ficheros y estantes, leyendo cuanto libro mágico realista encontrara.

Me mudé a Macondo. Conocí al coronel, al patriarca, a la mamá grande, al naúfrago, al perro azul, a la muerte anunciada. Conversé con el ahogado más hermoso y con Blacamán. Me paseé en el buque fantasma. Encontré parte del guión cinematográfico de Eréndira en una revista cubana. Solo lo miré pero no lo leí.

Quería escribir mi propia adaptación.

El desafío más grande de Eréndira no era sólo pagar la deuda de ochocientos setenta y dos mil trescientos quince pesos a su abuela. Para mí era convencer al espectador que la imagen y el texto hicieran justicia a la belleza de la prosa garcimarquiana. ¿Cómo poner en contexto el tiempo y el espacio sin ser obvio, manteniendo la magia sin ser descriptivo?

La abuela y la nieta eran personajes redondos, establecidos, con diálogos insustituíbles. Faltaba un hilo conductor y el personaje del fotógrafo, quien a manera de coro griego nos guiaba por el desierto colombiano, asumió ese rol.

Aún así, las imágenes de avestruces, tumbas sedientas, mantarrasas luminosas, monjas tísicas, naranjas con diamantes, necesitaban conservar la incredulidad y la exageración al punto de ser admiradas.

¿Cómo hacer justicia a tanta imaginación?

Sólo había que mirar alrededor. Vivíamos en Latinoamérica, en países con historias intersectadas, golpes militares, ciudadanos desaparecidos, elecciones fraudulentas, ritos absurdos y costumbres anquilosadas.

Decidimos entonces incorporar canciones originales al montaje, conservando un ambiente ligero, dentro de la profundidad del abuso, la opresión, la maña, el descaro y la locura de la abuela.
García Márquez se inspiró en su propia vida y en los personajes que cruzaron su camino al escribir sus novelas, cuentos y relatos. Nosotros hacíamos lo mismo, escarbando en nuestras propias realidades locales.

El primer y segundo acto ya estaban listos. El tercero estaba en proceso. Al final de una discusión grupal el director de la obra, Carlos Padilla Pardo, expresó: "Yo creo que Elio podría hacer la abuela".

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Podrán imaginarse mi sorpresa. ¿Un hombre haciendo de abuela? Además, no sabía si podría hacer justicia a tan complejo personaje.

El Perú atravesaba por una inflación que se tornaría galopante, escasez--recuerdo lo preciado que el azúcar era-- bombas terroristas, apagones constantes y desorden político.

Para Padilla la abuela era un hombre: un dictador, abusivo y opresor disfrazado de mujer, quien para convencer y obtener sus objetivos utilizaba los ardides inescrupulosos de una fémina. Era el sumo de defectos de ambos géneros, maquillados con almizcle, vestidos de raso y perfumados con las rosas amarillas que García Márquez admiraba.

El personaje ya lo conocía pero el reto sería no convertirlo en una caricatura.

Acepté. Comencé a tener pesadillas de incendios, fiebres melancólicas y vivir noches de vientos con polillas hambrientas que sirvieron para apaciguar las borrascas del desafío.

La abuela era una ballena blanca, enorme. Tenía que envejecer 50 años y subir 50 kilos. Tenía que experimentar desvaríos, afinar la voz, afeitarme la barba, que en esos años era negra.

No hubo nada que dos pelucas plateadas, base y lápices de maquillaje, y bisutería no podían lograr. Un cuerpo superdimensionado, con senos flácidos y ladeados, nalgas opulentas y barriga boteriana completaban la fachada, junto con tres coloridos vestidos de algodón, tafetán y encajes, y botas de tacones cuadrados que me hicieron alcanzar 1.90 metros de estatura.

La conversión me tomaba dos horas.

El escenario fue magistral: Dos camionadas de arena en la platea con los asientos alrededor. El escenario cubierto con adobes del siglo XIX que conseguimos en una demolición. La enorme casa de la abuela con telones pintados, que se destruían durante el incendio cada noche. El fuego era real.

Fue un montaje real maravilloso. Era nuestra mejor manera de rendir tributo a García Márquez.

Estuvimos en temporada por tres meses, cuatro veces por semana. En la última función, más de 50 personas se quedaron fuera en medio del húmedo frío del invierno limeño. Extendimos la temporada un mes más.

Gabo nos hizo reconocer América Latina, esta tierra mágica, donde un ciego recupera la visión, un cojo corre una maratón y una puta termina canonizada.

Hace 30 años que viví a García Márquez. Quizá me falten 70 años más para conocer la soledad.

Elio Leturia es profesor de periodismo multimedia en Columbia College Chicago.

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